JUAN JOSÉ SCARPECCIO; EL DIEZ QUE SE ENAMORÓ DE MÉRIDA
En su juventud destacó en Argentinos de Las Parejas y luego en Platense, donde pulió su estilo elegante; visión amplia; toque de zurda y ese liderazgo silencioso que lo hacía un capitán natural.
Cuando llegó a Venezuela para vestir la camiseta del Estudiantes de Mérida, quizá jamás imaginó que aquella decisión iba a cambiar su destino. Lo que comenzó como una aventura futbolística terminó siendo el punto de partida de una relación profunda con Mérida; una ciudad que lo adoptó como hijo y lo convirtió en referencia del fútbol nacional. Con Estudiantes jugó doce temporadas; marcó más de ochenta goles; fue cerebro del mediocampo; pilar del equipo y una de las figuras extranjeras más respetadas que han pasado por el fútbol venezolano.
No solo brilló en el torneo local; fue llamado a la selección vinotinto para enfrentar las eliminatorias al Mundial España 82; un logro que retrata la calidad de su juego y la confianza que Venezuela depositó en él. Era el típico número diez de su época; inteligente; creativo; dueño del ritmo del partido; con la capacidad de hacer mejor a todos los que jugaban a su lado. Pero más allá de las estadísticas, Juan José tenía algo que no se entrena; una sensibilidad particular para conectar con la gente, una humildad que desarmaba y un respeto profundo por el lugar que lo vio crecer como profesional.
Con el tiempo, Mérida dejó de ser simplemente su sede deportiva para convertirse en su hogar definitivo. Y para muchos aficionados, el nombre Scarpeccio se volvió sinónimo de entrega, liderazgo y cariño por la camiseta. El fútbol lo trajo; la montaña lo abrazó; y la gente lo convirtió en leyenda. Su legado deportivo continúa vivo tanto en la memoria de la afición como en la historia del club; un recordatorio de que el deporte tiene el poder de unir destinos y construir raíces donde antes no existían.
El fútbol llevó a Juan José Scarpeccio a Venezuela; pero el amor fue lo que lo hizo quedarse. Amor por Mérida; por el clima que definía como un regalo del cielo; por la gente cálida del páramo; por las montañas que siempre terminan siendo destino y refugio. Cuando dejó atrás la vida de jugador profesional, decidió que su siguiente sueño no sería con una pelota sino con la comunidad que lo había adoptado, especialmente con los niños.
Su vocación por formar; enseñar y dar oportunidades lo acompañó siempre. Por eso comenzó a trabajar con escuelas de fútbol; a organizar actividades deportivas; a sembrar en los más pequeños la disciplina y la alegría del juego limpio. Era común verlo en las canchas del páramo; hablando con padres; animando a niños; enseñando el valor del esfuerzo. Fue allí donde nació la idea que marcaría su legado más allá del deporte; construir un espacio recreativo donde se mezclaran naturaleza, familia, aventura y aprendizaje.
Así comenzó Valle Hermoso; un parque turístico y recreacional en medio de la montaña andina, junto al río Chama y en la carretera Trasandina en Cacute. Juan José soñó con un lugar donde los niños corrieran libres entre neblina y árboles, donde las familias celebraran cumpleaños, donde la parrilla argentina se mezclara con el olor a cacao caliente y donde cada visitante sintiera que tocaba el cielo. Construyó cabañas de madera, áreas verdes, espacios de juegos, restaurante y un campo donde se formaron generaciones de pequeños futbolistas.
Valle Hermoso no fue solo un proyecto turístico; fue un proyecto afectivo, una declaración de amor a Mérida y una manera de agradecer todo lo que la ciudad le había dado. Tras su partida física en 2006, quedó en manos de su familia, especialmente de su hijo Cristhian Yagny, quien ha llevado adelante el sueño con la misma pasión, cuidando cada detalle y manteniendo vivo el espíritu generoso de su padre.
La historia tomó un giro doloroso con la vaguada que destruyó gran parte del parque; una herida profunda para la comunidad y para la memoria de Juan José. Sin embargo, la familia decidió reconstruir. Reabrir. Creer de nuevo. Valle Hermoso renació desde los escombros como símbolo de resiliencia; como metáfora perfecta del legado de su fundador. Hoy el parque vuelve a recibir visitantes; vuelve a escuchar risas infantiles; vuelve a ser lugar de encuentro. Porque los sueños verdaderos no mueren; se transforman.
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